IMBÉCIL

«Hay que ser imbécil para querer cortarle las alas a aquella mujer que te ha enamorado con su vuelo» – Miguel Gane

Hace un par de días llegué hasta esta frase en internet. No por cierta, ni por obvia, dejó de llamarme la atención, y buscando una imagen que pudiera ilustrarla de manera correcta, llegué hasta la que sirve de portada para el artículo que estáis empezando a leer. Una vez uní frase e ilustración, escribí este cuento de la princesa y del dragón.

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«Érase una vez un dragón alado que vivía en una tierra fría, húmeda y oscura. Aquel dragón había decidido aislarse del resto de criaturas que allí habitaban, y se pasaba los días volando y merodeando las aldeas. Durante uno de sus vuelos de reconocimiento, le llamó la atención una princesa. Aquella princesa era diferente a las demás porque tenía alas que le permitían volar. 

El dragón se pasó semanas observándola desde la distancia. Estaba entusiasmado con todo aquel repertorio de movimientos. Había visto anteriormente otras princesas, pero jamás ninguna como esta. Las noches se le hacían cada vez más largas al dragón, ya que regresaba a su cueva y lo único que hacía era contar las horas hasta que el sol volvía a aparecer, señal natural de que pronto volvería a ver a aquella princesa de alas doradas. 

Un día decidió acercarse un poco más a la princesa. Era consciente de que su aspecto podría intimidar a cualquiera, pero aún así decidió presentarse. La princesa sonrió, estaba encantada que una criatura tan grande y fuerte, y que imponía tanto respeto, la hubiera elegido a ella. Pasaron los días y aquellos encuentros en el aire, alrededor de las mismas nubes, se convirtieron en costumbre. 

Tan distraído andaba el dragón, que durante todos esos días había olvidado lo desgraciado que se sentía, el daño que había hecho a los demás dragones durante toda su vida, y lo sólo que, a menudo, se sentía. 

A los dos les empezaba a apetecer pasar más tiempo juntos, pero el dragón le dijo a la princesa que si quería estar con él debía renunciar a su corona puesto que los reyes de las comarcas cercanas no permitirían que una de las princesas más bellas estuviera malgastando su tiempo con un dragón. Así que la princesa no lo dudó ni un segundo, renunció a su corona y se fue a vivir a la cueva del dragón. 

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A los pocos días, la oscuridad de aquella cueva y la fría humedad que en ella se sentía, comenzó a devolverle al dragón todos esos malos recuerdos de su vida anterior. Anterior a la princesa. El dragón volvía a sentirse sólo a pesar de estar siempre con ella, a sentirse observado por el resto de dragones, a pesar de ser el único que allí habitaba. 

La princesa, que aún le quería, decidió un día ir a visitar a sus antiguos amigos del reino. Extendió sus inmensas alas, y con aquellos movimientos que un día hicieron que el dragón se enamorara de ella, voló y voló hasta que a casa de su familia llegó. 

Esto enojó tanto al dragón que montó en cólera, y escupió tanto fuego por su boca que hizo arder la aldea más cercana. El dragón empezó a pensar que la princesa pretendía abandonarle, así que se sentó en la entrada de la cueva esperando a que ella regresara. Y cuando la princesa apareció, el dragón le exigió no volver jamás al reino que la vio nacer. La princesa lloró y lloró durante dos días, pero decidió hacer caso al dragón y prometió nunca más volver. 

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El dragón seguía pensando que la princesa le abandonaría, así que se pasaba los días angustiado y ensimismado en la oscuridad de sus pensamientos. La princesa voló hasta la aldea más cercana a la cueva y descubrió que todo estaba quemado, que todo el mundo había muerto. Entonces escuchó una voz anciana, resquebrajada. Era la de un granjero que había sobrevivido al fuego del dragón aguantando la respiración debajo del agua de un río. El granjero le contó a la princesa lo que allí sucedió, y como su dragón a todos exterminó, sin ninguna explicación. La princesa se asustó cuando, de repente, al dragón vio. Le había estado observando desde que de la cueva salió, y ahora la tenía ante sus ojos hablando a solas con aquel granjero. Los ojos del dragón se volvieron de color negro, y segundos después de un sólo bocado a aquel anciano devoró. El dragón decidió entonces que era el turno de arrancarle las alas a la princesa, ya que así no volvería a marcharse de la cueva, ni a hablar con desconocidos. Los celos de aquel dragón eran ya tan inmensos que de todo dudó, de su princesa, de sus miedos, y de todo lo que se le ocurrió. La princesa accedió a arrancarse las alas, sin ninguna condición. No sabía lo que en ese momento sentía. Podía ser amor, podía ser miedo, podía ser pena, pero seguramente, lo que sentía era terror. 

Y así fue como aquel dragón imbécil las alas de su princesa cortó. Unas alas que permitían aquel vuelo, que un día le enamoró.

Y así fue como aquella princesa imbécil que sus alas cortaran dejó. Unas alas que le otorgaban libertad y personalidad, todo aquello a lo que por «amor» renunció.

Aquella princesa imbécil de pena murió, y aquel imbécil dragón sólo, de nuevo, se quedó…»

– Jesús Sánchez-Camacho Matilla

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